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.Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra.¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?––Con toda seguridad lo rechazo, señor ––respondí levantándome––.Soy muy pobre.¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamas sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.––Vete ––me dijo fríamente aquel hombre detestable––, y sobre todo que no tenga que temer indiscrecio-nes tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable.Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.––No, señor ––contesté con firmez os lo repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.Y yo ––dijo Saint––Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo.Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.––Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en otro, señor ––repliqué alti-vamente––: no es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la más cruel de las maneras.Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte para siempre.Furioso, Saint––Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hu biera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramente.Salí.En aquel mismo instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula.Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez.«¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!»Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba, pero no me atreví.¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta provincia.Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como Este documento ha sido descargado dehttp://www.escolar.comde costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna.Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me cegó.Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de Saint-Florent.Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera es mucho menos cruel que las restantes.Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba.Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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.Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra.¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?––Con toda seguridad lo rechazo, señor ––respondí levantándome––.Soy muy pobre.¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamas sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.––Vete ––me dijo fríamente aquel hombre detestable––, y sobre todo que no tenga que temer indiscrecio-nes tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable.Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.––No, señor ––contesté con firmez os lo repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.Y yo ––dijo Saint––Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo.Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.––Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en otro, señor ––repliqué alti-vamente––: no es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la más cruel de las maneras.Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte para siempre.Furioso, Saint––Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hu biera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramente.Salí.En aquel mismo instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula.Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez.«¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!»Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba, pero no me atreví.¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta provincia.Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como Este documento ha sido descargado dehttp://www.escolar.comde costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna.Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me cegó.Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de Saint-Florent.Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera es mucho menos cruel que las restantes.Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba.Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas [ Pobierz całość w formacie PDF ]