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.¡Toma, guárdame el revólver!Regresó por el mismo camino por el que había venido y se metió en la calle del brazo derecho del río; acto seguido cruzó por una callejuela y dobló a la izquierda para salir en la Edgar Werneck, donde vivía; sin embargo, frenó la bicicleta cuando pasó frente a un pequeño local donde algunas personas hacían batucada.Pidió una cerveza, se sentó cerca del hombre que tocaba el machete y se acomodó lo mejor que pudo para observar la forma en que el hombre doblaba los dedos al rasgar el instrumento.Se sentía a gusto.Al cabo de un rato, él mismo arrancaba con las sambas, cantaba en voz alta, bebía cerveza compulsivamente e insistía en pagar las bebidas que pedían los muchachos del batuque.Su expresión de alegría por estar en aquel ambiente se multiplicaba a cada instante.Todo iba bien hasta que llegaron dos tipejos que sabían que Pardalzinho se encontraba en el local y le hicieron una seña para que se acercara.Estuvieron conversando airadamente durante poco más de diez minutos, hasta que uno de ellos le dio un empujón.Pardalzinho se tambaleó, pero pronto recuperó el equilibrio y se abalanzó con violencia sobre su agresor.La batucada se detuvo cuando comenzó la pelea.Pardalzinho, aunque levemente embriagado, no había perdido reflejos y esquivaba los golpes y puntapiés que los tipejos le daban.Pese a ser bajito y re choncho, no tenía miedo a enfrentarse con un hombre más corpulento que él.Podía correr hasta su casa y llamar a uno de sus diez hermanos para que lo ayudasen, pero optó por apañárselas solito.—¡Dos contra uno es de cobardes! —se oyó entre el gentío.La gente comenzó a arremolinarse; querían ver cómo Pardalzinho tumbaba a dos hombres más corpulentos que él.La pelea ya había ter minado cuando uno de ellos saltó la barra, cogió un cuchillo de matar cerdos y se precipitó sobre Pardalzinho para asestarle dos cuchilla das en el abdomen.Pardalzinho intentó correr hacia su casa, mientras los enemigos se alejaban entre silbidos e insultos, pero apenas pudo desplazarse cien metros antes de caer al suelo.Con cierta dificultad pidió que alguien llamase a un taxi.Acerola y Laranjinha pararon un coche en la Edgar Werneck y obligaron al conductor a llevarlo al hospital.En Los Apês, hubo gran agitación cuando se enteraron de lo ocurrido por el propio hermano de Pardalzinho.Tras darles la noticia, pidió a Miúdo que le diera un revólver.—Tú no necesitas revólver, que no eres del gremio.Lo que necesitas es dinero.—Luego se volvió y gritó—: ¡Camundongo Russo, pídele dinero a Carlos Roberto para pagar la clínica y las medicinas de Pardalzinho!En cuanto el hermano de Pardalzinho se marchó, Miúdo, un poco desconcertado, se puso a hablar de otros asuntos; se embarullaba, saltaba de un tema a otro, no dejaba hablar a los demás ni mencionaba el nombre de Pardalzinho en su monólogo nervioso.A veces se quedaba un buen rato con la mirada perdida en un punto cualquiera y volvía expresando su sentimiento truncado por los hechos acaecidos.Disparó hacia arriba mordiéndose los labios, amartilló la pistola, se rió con su risa astuta, estridente y entrecortada sin el menor motivo, recorrió de cabo a rabo todos los bloques de pisos, ordenó a un tipo cualquiera que liara un porro, propinó sopapos a los que consideraba que tenían cara de imbéciles y recitó varias veces una oración de la que nadie entendió una palabra.Al atardecer, ordenó a Biscoitinho que comprase diez kilos de carne de primera y preparó un asado en las inmediaciones del Bloque Siete.Nadie se atrevía a preguntarle nada, él era el único que abría la boca en medio de aquel clima tenso; muchas veces hablaba solo y se reía después de un silencio prolongado.Ordenó a los maleantes que comiesen, afirmando que sólo los de su calaña podían apreciar el gusto de esa carne casi cruda, cuya sangre se escurría por las comisuras de los labios.La gente de la barriada quedó excluida de aquel asado que se prolongó hasta la noche.A las doce en punto, sin dar explicaciones, Miúdo montó en la bicicleta y pedaleó velozmente hacia Allá Arriba.Iba al azar en medio de la oscuridad de aquella noche sin luna y se informó, en fuente segura, de todo lo ocurrido.Fue a casa de Tê y, sin explicar los motivos, le ordenó que dejara de vender droga; pasó por la Trece, donde groseramente y con el arma amartillada dio la misma orden a Sandro Cenourinha, y volvió a Los Apês con la misma prisa con la que se había marchado.—¡Vamos a esnifar coca, vamos a esnifar coca!… Un bandido tiene que esnifar coca para ligar bien las ideas… ¡Para no hacer el tonto en su trabajo! Un bandido tiene que esnifar, un bandido tiene que esnifar… —decía y soltaba su risa astuta, estridente y entrecortada.La mañana siguiente amaneció gris; todo parecía abotargado bajo el aire sombrío que envolvía a la gente que caminaba seria en medio de la inercia de los callejones y las callejuelas que, desiertas, acentuaban la tristeza del día [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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